En correo personal, Ricardo Moreno me da cuenta de su libro, al que califica de relato largo o de novela corta. La editorial lo conceptualiza como novela, aunque se queda algo corto, pero lo que sí hay aquí es un excelente relato, plagado todo el de una ironía arrebatadora. Algunas cosas he leído de este autor e incluso le he oído en la presentación de alguno de sus libros, pero el grado de ironía del que hace gala en este último trabajo no me lo podía imaginar.
Primero, el libro está muy bien concebido. Lo pone en boca de un historiador, al que se le ocurre investigar en cualquier documento que encuentra de sus antepasados para contar una historia, en la que se incluyen otras muchas historias y que supera los límites espaciotemporales hasta concluir en la actualidad.
Segundo, la narración se encuentra muy bien ambientada para que los lectores puedan seguir sin mayor esfuerzo los distintos lugares por los que va transcurriendo la trama. Todos son reales: Ría de Arosa, Mondoñedo Gibraltar, Vigo, Baños de Valdearados, Betanzos, Pontevedra, Huesca, Burgos, Santiago de Compostela y así sucesivamente. También son reales muchos de los personajes, aunque otros sean fruto de la imaginación desbordante de su autor, como no podía ser menos.
Los personajes están bien dibujados, lo que es admirable si lo hace con trazos breves y, más bien, escuetos. El lector los puede ver a medida que va pasando las páginas.
La trama transcurre de manera precisa y nunca faltan las reflexiones ajustadas del narrador con las que va dejando caer sus personales pensamientos en los trece capítulos que ha escrito.
A pesar de tantas situaciones oníricas como plantea, no dejan de ser todas creíbles y verosímiles. Parecería que el autor es gallego y, sin embargo, nació en Madrid justo en la mitad del siglo XX. No debe olvidarse tampoco que es licenciado en Matemáticas y Doctor en Filosofía. La matemática es el oxígeno de la filosofía, suele decir el filósofo Víctor Gómez Pin, lo que es de perfecta aplicación en este caso.
Así comienza la narración: “Como todo el mundo sabe, nadie puede ser gallego de verdad si no tiene por lo menos un tío cura y un primo contrabandista” (página 10). De modo que presenta, primero, al tío cura (Bartolomé Magariños, canónigo de Mondoñedo), que era bien singular, aunque según se mire, porque contaban su afición a ir de putas a Vigo. Si ser canónigo proporcionaba abolengo en una familia, ser contrabandista era, igualmente, una honra, como lo demuestra que en una escuela un chaval pusiera en la ficha que la profesión de su padre que era “contrabandista”.
El canónigo tiene otros amigos excéntricos, como el párroco de Lorenzana con quien come un plato de fabas con chorizo y luego hacen un concurso para ver quién tiene los mejores efluvios digestivos, y otros curas condiscípulos del seminario, e incluso académicos.
La biblioteca de Bartolomé Magariños tenía libros de Voltaire, que leía un cura, que mantenía conversaciones con un ateo que iba a misa: “rarezas las tenemos todos” (página 38). Igualmente hay taberneras y médicos, y un profesor de las universidades de Santiago y Oviedo, respectivamente, que era aficionado a hacer divagaciones metafísicas sobre la causa final, las cuales son muy sustanciosas, por lo demás. A Santiago la califica como “ciudad universitaria paleta” (página 72), a la que acuden los peregrinos. Entre ellos se encuentra un alemán de Baviera, que quiso “ver y tocar los huesos del Apóstol” para saber si eran los verdaderos restos. Aquí, en el capítulo ocho, cuenta la historia de las tres llaves que eran imprescindibles para abrir el féretro. Una estaba en el palacio episcopal, otra en poder del deán de la catedral y la tercera se encontraba en Roma. Era posible conseguir las dos primeras, pero la del Vaticano resultaba prácticamente imposible, pues sólo la conocía el Papa y el cardenal camarlengo. Con esto se quitan de encima al teutón y el autor aprovecha para sugerir el título de su relato.
La historia alcanza en su periplo la cercana actualidad hasta el atentado de ETA, que envía a Carrero Blanco (el “vice-Franco”) “en cuerpo y alma a los cielos” (página 133).
A la muerte de Franco, España se llena de demócratas, sucediendo “una epidemia de amnesia de la que pocos se salvaron” (página 135), los estudiantes universitarios (especialmente) se politizaron y los curas se impusieron silencio ante las nuevas situaciones, como las salas de cine porno o los cine-clubs. Todo se hizo más comedido, aunque todavía había quien, cuando alguien declaraba que le gustaba Álvaro Cunqueiro, recordaba su etapa franquista, o que Neruda era comunista.
El relato termina con parecida ironía a la del comienzo. Bien podría ocurrir que el deán, cuando se fue de putas y perdió el anillo, lo que hubiera perdido realmente fuera la llave del sepulcro y así no pudiera “descansar en paz hasta que sea recuperada la llave perdida del féretro que guardan los huesos del Apóstol” (página 143). Y lo que es más importante: todo esto lo ha contado un historiador riguroso, que “no puede obviar ningún detalle por sórdido que pueda parecer o por mucho que pueda deshonrar a la familia” (página 11).
El libro está bien escrito y quien lo lea disfrutará con su lectura.